jueves, 21 de marzo de 2013

Comentario Nietzsche Semana Santa

El más grande de los últimos acontecimientos –que «Dios ha muerto», que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble– comienza ya a lanzar sus primeras sombras sobre Europa. Por lo menos para aquellos pocos cuyos ojos y cuya suspicacia en sus ojos es lo bastante fuerte y fina para este espectáculo, precisamente parece que algún Sol se haya puesto, que una antigua y profunda confianza se ha trocado en duda. Nuestro viejo mundo tiene que parecerles a estos cada día más vespertino, más desconfiado, más extraño y «más viejo». Pero en lo esencial puede uno decir que el acontecimiento mismo es mucho mayor, mucho más lejano y más apartado de la capacidad de muchos que cuanto su conocimiento siquiera se permitiera tener por alcanzado. Y no hablemos de que muchos sepan ya lo que propiamente ha acontecido con esto, y todo cuanto en lo sucesivo tiene que desmoronarse, una vez que esta fe se ha corrompido, porque estaba edificado sobre ella; por ejemplo, toda nuestra moral europea. Esta amplia plenitud con sus consecuencias de ruptura, destrucción, hundimiento, derrumbamiento que ahora tenemos ante nosotros, ¿quién sería capaz de adivinar ya hoy bastante de todo ello, para tener que hacerse el maestro y pregonero de esta ingente lógica de horror, el profeta de un oscurecimiento y eclipse de Sol, cuales no hubo probablemente nunca sobre la Tierra?… Nosotros mismos, adivinadores de enigmas por nacimiento, quienes esperamos por así decirlo sobre las montañas, situados entre hoy y mañana y tendidos en la contradicción entre hoy y mañana. Nosotros, primicias y primogénitos del siglo futuro, a quienes debieron haber llegado ahora ya a la cara propiamente las sombras que han de envolver en seguida a Europa, ¿en qué consiste, pues, que nosotros mismos, sin una justa participación en este oscurecimiento, esperemos con ansia su llegada, sobre todo sin preocupación y sin temor por nosotros? Puede que estemos aún demasiado bajo las consecuencias inmediatas de este acontecimiento, y estas consecuencias inmediatas, sus consecuencias, no son para nosotros, al contrario de lo que se pudiera esperar, tristes y tenebrosas en absoluto, antes bien como una nueva especie de luz difícil de describir, como una felicidad, un alivio, un recreo, un sustento, una aurora… Efectivamente, nosotros, filósofos y «espíritus libres», ante la noticia de que el «viejo Dios ha muerto», nos sentimos como iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón se inunda entonces de gratitud, de admiración, de presentimiento y de esperanza. Finalmente se nos aparece el horizonte otra vez libre, por el hecho mismo de que no está claro, y por fin es lícito a nuestros barcos zarpar de nuevo, rumbo hacia cualquier peligro; de nuevo está permitida toda aventura arriesgada de quien está en camino de conocer; la mar, nuestra mar se nos presenta otra vez abierta, tal vez no hubo nunca, aún, una «mar tan abierta».

No hay comentarios:

Publicar un comentario